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#Relato Date una vueltecita a casa de Cenobio

  

             
- Abuelo, ¿cómo conociste a mi abuela?

El abuelo con un paquete de Faros en la mano y un cigarro en la boca me responde – en su casa, allá junto al río–.

Nos sentamos en el porche a tomar el fresco. El abuelo es parco y de pocas palabras, siempre con su sombrero puesto y la mirada medio perdida. La abuela pasa junto a nosotros, me regala una sonrisa y desaparece, siempre está haciendo algo la abuela, ni a medio día cuando el calor es insoportable y todos tomamos la siesta se está quieta.

- Ya va al corral, a darle de comer a los animales – me dice el abuelo.

- Voy a ayudarla-, murmuro sin muchas ganas.
- Déjala, te voy a contar como nos conocimos ¿no quieres saber?
Me quedo, el abuelo nunca quiere hablar de nada.

- Tenía yo dieciocho años y ayudaba a mi viejo en el cerro, yo me ocupaba de las reses, la comida, el paseo, el agua- me mira y suspira- sigo haciendo lo mismo; siempre lo mismo, llego tempranito me llevo mi coca mis cigarros y me siento abajo del árbol a pensar –divaga, el abuelo divaga. - Por ahí cuando el sol toca el primer árbol me subo al burro y me regreso, eso estaba haciendo el día que llegó el viejo Valentin y me dijo que había pasado a casa de Cenobio y la había visto ahí junto al río lavando ropa. Todavía recuerdo cuando me dijo, date una vueltecita por casa de Cenobio hay una linda güerita y ya es hora que te vayas casando y te vayas paseando, te voy a dar un pedacito de este cerro, diez vacas y dos toros, y con eso vas a empezar. Tenía sólo dieciocho años y ella dieciséis-.

Toma una naranja y la pela, los pedazos de cáscara caen al suelo, - Yo pensé que una hija de Cenobio nunca se iba a fijar en mi, eran igual de pobres que nosotros pero en el pueblo todos sabían que eran las nietas del hacendado ese que quemaron en la revolución -.

Desde el corral llega la voz de la abuela, le está dando de comer a las gallinas, y está cantando; siempre está cantando.



Nunca se queja, la abuela, canta todo el día y colecciona cenzontles que mi hermano y yo de maloras siempre dejamos libres. Trinan de lo más lindo pero me dan tanta pena en sus jaulas. No se quejó cuando se le murió un hijo y dos y tres, tuvo quince en total. Le vivieron casi todos. No se queja cuando llegamos cada fin de semana más de veinte nietos, unos ya con hijos. Nunca he visto quejarse a la abuela, eran otros tiempos, dice mi padre. Son otros tiempos pienso yo.

Mi abuelo sigue con su historia y me cuenta como en la revolución quemaron la hacienda del abuelo Muñoz cuando él todavía estaba adentro, aunque dicen las malas lenguas que no estaba ahí , que huyó para el sur, y tuvo otra familia. Miro hacia el patio de atrás, dicen que esas ruinas de piedra eran parte de la hacienda del ojo caliente. El nombre era por un manantial que había de agua caliente. De la hacienda quedan las piedras y los fantasmas que se aparecen siempre. El de la mamá de la abuela, que murió cuando ella nació, y el de Casilda que murió de tristeza por un mal amor. El del abuelo Muñoz brilla por su ausencia, supongo que tienen razón y huyó.




La voz de mi abuelo me trae de vuelta - Niña que te estoy contando, pues me subí al burro y corrí a casa del Cenobio, y ahí me la encontré con la trenza rubia hasta la cintura, cantando y lavando ropa en el río. Se me encogió el corazón-, no podía creer que mi abuelo me estuviera hablando así. -Fue un viaje corto, me bajé del burro fui hasta donde estaba ella, le dije que iba a llevármela para casarme con ella. Me miró dejó la ropa y se subió al burro conmigo-.

Estos dos viejos llevan más de cincuenta años juntos, y mientras comen no se dirigen la palabra; pero se miran, se comunican con la mirada. Santiago, el abuelo, se sienta en la cabecera, se quita el sombrero, lo pone en una silla junto a él y sin decir agua va empieza a comer. Tasha, la abuela, le sirve a él primero, luego a los demás al último se sienta junto a él y está pendiente de lo que le falta, «¿una tortillita caliente Santiago?», él no responde, ella se levanta y se la trae. Él come, termina y se va, no se sabe más de él hasta pasada la puesta del sol que regresa a cenar pan dulce con leche y nata; luego se va a la tienda de la esquina se toma su coca y se fuma sus faros, eso sí la abuela no lo deja tomarse la coca en la casa, «tiene el azúcar alta» dice «así que nada de esas cosas dulces» . Cuando llega Santiago en la noche rezan el rosario y se van a dormir. Siempre han dormido juntos y abrazados.


- La mera verdad es que ya la había visto yo en el cuadro de la iglesia. Cada vez que pasaba, me miraba, hacíamos lo mismo que ustedes ahora, después de la misa nos íbamos a caminar los hombres para un lado las mujeres para el otro y al cruzarnos nos mirábamos siempre. Nos casamos dos semanas después cuando mi papá arregló lo de la dote. Dos terrenos y no se cuantas reses, le fue bien a mi papá lo tenía bien pensado-.

En ese momento pasó la abuela y le dijo «viejo es hora del rosario, vamos». Él se paró tomo su sombrero y con la única sonrisa que le he visto en la vida la siguió.

Anitzel Díaz

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