Una generación está desapareciendo. La que ha vivido casi cien años, sobreviviendo guerras, crisis, terremotos, gobiernos y presidentes. La pandemia se los lleva. Se tenían que ir. No así, no tan rápido. No tan solos. De todo el desconsuelo que el último año ha traído, ninguno es comparable a la tragedia de los ancianos que han muerto solos y desamparados en los asilos. El adiós solitario, sin gestos. Sin abrazos.
Octavio Paz, en El laberinto de la soledad escribió “Si nuestra muerte carece de sentido, tampoco lo tuvo nuestra vida”. Y no es que la muerte carezca de sentido, no en este caso, es que se ha vuelto tan cotidiana que parece que no se puede eludir. La historia contemporánea no puede entenderse sin ese abuelo que sin estudios educó, no solo a sus hijos, sino a los hijos de sus hijos. Que miran desde el otro lado de una ventana, esperando.
Esa generación que vivió sin miedo; que hizo familia en pueblos para vivir en ciudades. Que cargó con todos para que tuvieran un futuro. En la revista Vanity Fair italiana se hace homenaje a dos ancianos que han vivido juntos ochenta años. Que nacieron durante una guerra; que vivieron otras cuántas. Que todavía hoy se toman de la mano y completan sus frases. En Valencia apareció, de la noche a la mañana, una escultura de un anciano sentado en una banca con tapabocas, gabardina, espejuelos y sombrero. A diario le ponen flores frescas; “No, no es un monumento nacional, de acuerdo, pero creo que su significado es importante. Debemos recordar a todos aquellos a los que no hemos podido despedir y dejar un recuerdo de lo que hemos vivido” declaró a los medios Yerai Sabino, su autor.
Aquí, hoy estoy con mi abuela y veo el miedo en sus ojos. Una anciana de noventa y seis años, que no comprende bien qué está pasando. ¿De esta no salimos, verdad niña? Me dice. Miro sus manos y en cada arruga, mancha, vena puedo ver la vida que tuvo, la vida que nos dio. Escucha las noticias y ya no sale, ni al doctor a atender sus achaques, como dice ella. Esa mujer, huérfana de padre, que su madre dejó con una abuela medio ciega y que a los trece años tomó un tren para ir a la capital desde un pueblo ruinoso de Sonora. Que sobrevivió el hambre, el exilio, que se casó adolescente, que quedó sola con un hijo a los diecisiete años. Que las monjas le enseñaron a coser para sobrevivir. Que tiene hoy tres hijos, siete nietos… hasta dos tataranietos, la vida se le va quedando chica. El miedo la consume.
Ella que nació a la luz de las velas y hoy habla con su familia por una pantalla, que no estudió más que secundaria. Que sobrevivió un terremoto, aunque su carro quedara aplastado junto al Monte de Piedad en el Centro, que caminó ese día casi veinte kilómetros, porque había que dar de comer a la familia y pasar el susto. Que ha sido gobernada por 19 presidentes. Que pasó días sin dormir cuando su hija desapareció por tres días en el 68.
Que un día vio a un hombre caminar en la luna, que acompañó a su esposo a recibir una medalla por 50 años al servicio de la aviación. Que soñó con ser pianista, maestra, con hablar francés. Que es la mejor cocinera que conozco. Que nunca se había achicopalado, otra palabra de ella. Está hoy bien achicopalada.
La muerte es un acontecimiento inevitable y universal; es un suceso por el que todo ser humano tiene que pasar, pero el hombre es el único ser vivo que puede llegar a tener conciencia de lo que es la muerte. Para los indígenas, los abuelos tenían un papel trascendental en la vida comunitaria. Los consideraban portadores de conocimientos, valores, cultura y tradición, que dan identidad y fortalecen la integración de los habitantes. Busco homenajes que puedan hacer visible ese vacío que está quedando por esta generación que dio tanto y se va con tan poco.
Desde hace diez años en Unión Hidalgo Oaxaca el Colectivo Binni Cubi (Gente Nueva), les rinde homenaje a los ancianos: “Nuestros abuelos, nuestras raíces” son 11 murales con once historias de esos abuelos zapotecos que aportaron algo a su comunidad.
Cuando empezó la pandemia en México había 11,7 millones de personas que pertenecían al rango de adultos mayores (60 años o más). En abril el sector salud señaló que ante una posible saturación del sistema sanitario, como ocurrió en Italia o España, se diera prioridad de atención a los pacientes jóvenes.
Irma Vargas escribe…
“Mueren los que pasaron por mil dificultades y sin rendirse nos enseñaron cómo vivir con dignidad.
Los que después de una vida de sacrificio y penurias, se van con las manos arrugadas y la frente en alto.
Se está muriendo la generación que enseñó a vivir sin miedo.
¡Se está muriendo!la generación que nos dio la vida”
Anitzel Díaz
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